" La diferencia entre un loco y yo , es que yo no estoy loco "

ELEGANCIA SALVAJE

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miércoles, 17 de febrero de 2010

—¿Qué hace aquí? —quiso saber el joven gitano, que no se detuvo hasta estar tan cerca que la hizo retroceder instintivamente hasta la pared.
En la limitada experiencia de Daisy, ningún hombre se había dirigido a ella con tanta confianza. Era evidente que no sabía nada sobre modales de salón.
—Sólo estoy dando un paseo —balbuceó.

—¿Le enseñó alguien el pasadizo?
Daisy vio cómo Jones apoyaba las manos en la pared, una a cada lado de ella, Era un poco más alto que la media, pero no en exceso, de modo que su cuello moreno quedaba a la altura de los ojos de ella.
—No; lo encontré yo sola —explicó tras inspirar para ocultar su nerviosismo
—. Tiene un acento extraño.
—Y usted también. ¿Es americana?
Asintió con la cabeza, ya que se había quedado sin habla al ver el brillo de un diamante en el lóbulo de la oreja del muchacho. Notó una especie de nudo en el estómago, casi como si sintiera repulsión, y se percató, consternada, de que se estaba ruborizando.
Él estaba tan cerca que ella notaba su límpido aroma a jabón mezclado con olor a cuadra y cuero. Era un olor agradable, una fragancia masculina muy distinta de la de su padre, que siempre olía a colonia y betún, y a billetes de banco nuevos.
Su mirada inquieta recorrió los brazos de Jones, que la camisa remangada dejaba al descubierto, y se detuvo fascinada en la figura que llevaba dibujada con tinta en el antebrazo derecho: un caballito alado de color negro.
Al percatarse, él bajó el brazo para que lo viera mejor.
—Un símbolo irlandés —explicó—. Un caballo de pesadilla llamado Pooka.
El sonido absurdo de la palabra hizo sonreír a Daisy.
—¿Se diluye al lavarlo? —preguntó con vacilación. Jones negó con la cabeza. —¿Es parecido al Pegaso de los mitos griegos? —quiso saber Daisy, y se pegó aún más a la pared.
Jones le miró el cuerpo en una especie de repaso lento que ningún hombre le había hecho antes.
—No. Es más peligroso. Tiene los ojos amarillos como el fuego, da unos saltos que le permiten salvar montañas y habla con una voz humana profunda como una gruta. A medianoche, puede pararse delante de tu casa y llamarte por tu nombre si quiere llevarte a pasear. Si vas con él, te llevará volando por la tierra y por el mar, y si alguna vez regresas, tu vida ya no volverá a ser igual.
A Daisy se le puso carne de gallina en todo el cuerpo. Todos sus sentidos le advertían que pusiera fin a esa desconcertante conversación y huyera de aquel hombre a toda prisa.
—Qué interesante —masculló, y se volvió en busca de la puerta.
Para su consternación, Jones la había cerrado. La puerta estaba muy bien escondida en los paneles de la pared. Asustada, presionó distintos puntos buscando el mecanismo de apertura. Tenía las palmas sudadas apoyadas en un panel cuando notó que el joven romaní se inclinaba hacia ella por detrás para hablarle al oído.
—No la encontrará. Sólo hay un punto que la abre.
Su aliento cálido le acariciaba el lado del cuello y su acento gitano le retumbaba en los oídos y la ligera presión de su cuerpo le daba calor donde la tocaba.
—Entonces ¿por qué no me dice cuál es? —repuso Daisy en su mejor imitación del sarcasmo, aunque le consternó oír que sólo sonaba insegura y perpleja.
—¿Qué me dará a cambio?
Daisy trató de mostrarse indignada, a pesar de que su corazón le palpitaba desbocado. Se volvió para mirarlo y le lanzó un ataque verbal que esperaba lo hiciera retroceder.
—Señor Jones, si está insinuando que debería... Bueno, evidentemente no es usted un caballero.
Él no se movió ni un centímetro y esbozó una sonrisa que dejó al descubierto su blanca dentadura.
—¿Quiere dinero? —preguntó Daisy con desdén.
—No.
—¿Una libertad, entonces? —sugirió tras tragar saliva. Al ver que no la entendía, aclaró con las mejillas sonrojadas—: Tomarse libertades es dar un abrazo, o un beso...
Algo peligroso brilló en los ojos dorados de Jones.
—Sí —murmuró—. Me tomaré libertades.
Daisy apenas podía creerlo. Su primer beso. Siempre lo había imaginado como un momento romántico en un jardín inglés al claro de luna, por supuesto. Y un caballero rubio de cara aniñada le diría algo bonito como un poema justo antes de que sus labios se juntaran. No se suponía que iba a ocurrir en un sótano de un club de juegos con un crupier gitano. Por otro lado, tenía veinte años, y tal vez ya iba siendo hora de que empezara a acumular algo de experiencia.
Tragó saliva de nuevo, luchó por dominar su respiración y contempló la parte del cuello y el tórax que dejaba al descubierto la camisa medio desabrochada de Jones. La piel le brillaba como si fuera de satén ámbar.
Cuando se acercó más a ella, su aroma le anegó la nariz como si se tratara de la fragancia de una especia. Las manos del romaní le sujetaron con suavidad el rostro y se lo inclinó hacia arriba. Mientras le miraba las pupilas dilatadas, llevó la yema de los dedos a los labios y se los acarició hasta que estuvieron separados y temblorosos. Le puso la otra mano tras la nuca para acariciársela y luego apoyarle en ella la cabeza, lo que fue muy oportuno, ya que toda su columna vertebral pareció disolverse como azúcar bajo el agua.
Le puso los labios sobre la boca con una presión tierna para explorarla con suavidad. Ella sintió un placer cálido por todo el cuerpo, hasta que ya no pudo resistir el ansia de apretar su cuerpo contra el del muchacho. Se puso de puntillas, le tomó los hombros con las manos y se le cortó la respiración cuando él le deslizó las manos por el cuerpo.
Cuando por fin Jones levantó la cabeza, Daisy descubrió, avergonzada, que estaba aferrada a él como un náufrago.
Apartó con rapidez las manos y retrocedió todo lo que le permitía la pared.
Confusa y abochornada por su propio comportamiento, lo miró ceñuda.
—No he sentido nada —dijo con frialdad—. Aunque supongo que hay que reconocerle el mérito de haberlo intentado. Y ahora, si me dice dónde está la... —Soltó un gritito de sorpresa cuando Jones volvió a acercarse a ella y se percató, demasiado tarde, de que se había tomado su comentario desdeñoso como un reto.
Esta vez, tras sujetarla por la nuca, la besó con labios más exigentes. Con inocente asombro, notó el contacto sedoso de su lengua, una sensación que la hizo estremecer de placer.
El gitano terminó el beso con una caricia con los labios, la miró a los ojos y la retó en silencio a negar que estaba excitada.
—Nada —dijo ella con voz débil tras reunir el poco orgullo que le quedaba.
Esta vez él la estrechó totalmente contra su cuerpo y la besó con un ardor inusitado. Daisy no se había imaginado que un beso pudiera ser tan apasionado.
La boca de Jones se apoderó de la suya mientras con las manos le sobaba el cuerpo. Notó cómo le separaba los pies con los suyos y aumentaba el contacto de sus cuerpos. La incitó y la acarició con sus besos hasta que ella tembló como un animalito desamparado entre sus brazos.
Para cuando sus labios se separaron, Daisy estaba exhausta, con toda la conciencia concentrada en las sensaciones que la conducían hacia un fin desconocido. Abrió los ojos y lo miro aturdida.
—Ahora ha estado mejor —consiguió decir con temblorosa dignidad—. Me alegro de haberlo conocido. —Se volvió, pero no sin ver cómo él sonreía.
Jones alargó la mano para pulsar el mecanismo oculto y abrir la puerta. Para turbación de Daisy, entró con ella en el pasadizo oscuro y la acompañó escaleras arriba guiándola como si tuviera ojos de gato en la oscuridad.
Cuando llegaron arriba, donde era visible el contorno de la puerta de la sala de lectura, se detuvieron.
—Adiós, señor Jones —musitó Daisy, necesitada de decir algo—. Es probable que no volvamos a vernos nunca. —Ojalá fuera así, porque estaba claro que no podría volver a mirarlo a la cara.
—Tal vez una noche me aparezca en tu ventana —le susurró al oído Jones—. Para tentarte a dar un paseo por la tierra y por el mar. Y si dejas que te lleve, no volverás a ser la misma.
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( posteo 100, ¡viva viva!... bla bla bla )
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